“Una visita fugaz”, le hice prometer mientras se separaba de mi
sombra, traspasaba nubes y esquivaba rayos de luna, para acabar
sentado a su lado en medio de la oscuridad.
Impasible, quieto, parecía un boceto borroso al lado de la
consistencia del cuerpo que descansaba bajo su atenta mirada. El
fluir del tiempo pareció espesarse atrapado por la intensidad que
emanaba de aquella vigía nocturna. Sin previo aviso decidió
moverse, cuidadosamente.
Pasó su mano sobre los surcos de su frente dormida, para luego
navegar entre las olas espumosas y claras que nacían en la
coronilla, que se derramaban por los acantilados de la almohada. Un
suspiro sacudió las pestañas que protegían sus ojos. El mismo aire
que salió de su etérea boca barrió de aquellas sienes todo rastro
de tristeza acumulada por las noches en soledad desde que él había
tenido que marchar, reclutado por el mundo que se extiende más allá
del último aliento. Una sonrisa se transparentó en la cara
adormilada que él memorizaba por enésima vez.
El gesto destrozó las barreras del tiempo que encerraban sus bocas,
las que separaban sus cuerpos. Apoyó su mejilla contra el pecho
yacente, para notar los latidos mecánicos que llevaban el color a
sus sueños, provocando una oleada de calor en el suyo, justo donde
se encuentran los recuerdos. Y por un momento pareció volver a
sentir la alfombra bajo sus pies, la mano que sostenía entre las
suyas, la lágrima que acariciaba el final de su nariz.
Bajo su cabeza, ella se removió, atravesada por el escalofrío de
su ausencia, y como cada noche estiró un brazo sonámbulo hacia el
lado vacío de la cama. Él se quedó mirando, hecho un nudo, ahogado
por la profundidad de la tristeza de no poder despertar su mirada
cada mañana, de la incapacidad de acostar sus sueños junto a los de
ella, de no ser capaz de besar las arenas del tiempo de su frente.
Entonces quiso creer que abría los ojos, durante lo que dura el
tintineo de una estrella, y lo veía entre los alisios del sueño; un
espejismo delicioso que consultaría a cada momento. Al notar el
tirón de mi reclamo, acertó a arrancarse del centro de su espíritu
neblinoso unas palabras que se colarían entre sus párpados y se
anclarían al borde de sus pupilas, hasta que estos se sellaran
eternamente: “te quiero”.
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