31 julio 2014

El visitador

“Una visita fugaz”, le hice prometer mientras se separaba de mi sombra, traspasaba nubes y esquivaba rayos de luna, para acabar sentado a su lado en medio de la oscuridad.
Impasible, quieto, parecía un boceto borroso al lado de la consistencia del cuerpo que descansaba bajo su atenta mirada. El fluir del tiempo pareció espesarse atrapado por la intensidad que emanaba de aquella vigía nocturna. Sin previo aviso decidió moverse, cuidadosamente.
Pasó su mano sobre los surcos de su frente dormida, para luego navegar entre las olas espumosas y claras que nacían en la coronilla, que se derramaban por los acantilados de la almohada. Un suspiro sacudió las pestañas que protegían sus ojos. El mismo aire que salió de su etérea boca barrió de aquellas sienes todo rastro de tristeza acumulada por las noches en soledad desde que él había tenido que marchar, reclutado por el mundo que se extiende más allá del último aliento. Una sonrisa se transparentó en la cara adormilada que él memorizaba por enésima vez.
El gesto destrozó las barreras del tiempo que encerraban sus bocas, las que separaban sus cuerpos. Apoyó su mejilla contra el pecho yacente, para notar los latidos mecánicos que llevaban el color a sus sueños, provocando una oleada de calor en el suyo, justo donde se encuentran los recuerdos. Y por un momento pareció volver a sentir la alfombra bajo sus pies, la mano que sostenía entre las suyas, la lágrima que acariciaba el final de su nariz.
Bajo su cabeza, ella se removió, atravesada por el escalofrío de su ausencia, y como cada noche estiró un brazo sonámbulo hacia el lado vacío de la cama. Él se quedó mirando, hecho un nudo, ahogado por la profundidad de la tristeza de no poder despertar su mirada cada mañana, de la incapacidad de acostar sus sueños junto a los de ella, de no ser capaz de besar las arenas del tiempo de su frente.

Entonces quiso creer que abría los ojos, durante lo que dura el tintineo de una estrella, y lo veía entre los alisios del sueño; un espejismo delicioso que consultaría a cada momento. Al notar el tirón de mi reclamo, acertó a arrancarse del centro de su espíritu neblinoso unas palabras que se colarían entre sus párpados y se anclarían al borde de sus pupilas, hasta que estos se sellaran eternamente: “te quiero”.